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pertenece al lenguaje. A esa dificultad feliz debemos la posibilidad de tantas versiones, todas
sinceras, genuinas y divergentes.
No conozco ejemplo mejor que el de los adjetivos homéricos. El divino Patroclo, la tierra
sustentadora, el vinoso mar, los caballos solípedos, las mojadas olas, la negra nave, la negra
sangre, las queridas rodillas son expresiones que recurren, conmovedoramente a destiempo.
En un lugar, se habla de los ricos varones que beben el agua negra del Esepo; en otro, de un rey
trágico, que desdichado en Tebas la deliciosa, gobernó a los cadmeos, por determinación fatal
de los dioses. Alexander Pope (cuya traducción fastuosa de Homero interrogaremos después)
creyó que esos epítetos inamovibles eran de carácter litúrgico. Remy de Gourmont, en su
largo ensayo sobre el estilo, escribe que debieron ser encantadores alguna vez, aunque ya no
lo sean. Yo he preferido sospechar que esos fieles epítetos eran lo que todavía son las preposi-
ciones: obligatorios y modestos sonidos que el uso añade a ciertas palabras y sobre los que no
se puede ejercer originalidad. Sabemos que lo correcto es construir andar a pie, no por pie. El
rapsoda sabía que lo correcto era adjetivar divino Patroclo. En caso alguno habría un propósito
estético. Doy sin entusiasmo estas conjeturas; lo único cierto es la imposibilidad de apartar lo
que pertenece al escritor de lo que pertenece al lenguaje. Cuando leemos en Agustín Moreto
(sí nos resolvemos a leer a Agustín Moreto):
Pues en casa tan compuestas
¿qué hacen todo el santo día?
sabemos que la santidad de ese día es ocurrencia del idioma español y no del escritor. De
Homero, en cambio, ignoramos infinitamente los énfasis. Para un poeta lírico o elegíaco, esa
nuestra inseguridad de sus intenciones hubiera sido aniquiladora, no así para un expositor pun-
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