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todo el tiempo entrando y saliendo fugazmente de su propio libro y, por supuesto, debe haber
disfrutado mucho de su juego.
Por supuesto, desde entonces otros escritores han jugado ese juego (permítanme que
recuerde a Pirandello) y también una vez lo ha jugado uno de mis escritores favoritos, Henrik
Ibsen. No sé si recordarán que al final del tercer acto de Peer Gynt hay un naufragio. Peer
Gynt está a punto de ahogarse. Está por caer el telón. Y entonces Peer Gynt dice: “Después
de todo, nada puede ocurrirme, porque, ¿cómo puedo morir al final del tercer acto?”. Y en-
contramos un chiste similar en uno de los prólogos de Bernard Shaw. Dice que de nada le
serviría a un novelista escribir “se le llenaron los ojos de lágrimas, pues vio que a su hijo sólo
le quedaban unos pocos capítulos de vida”. Y yo diría que fue Cervantes quien inventó este
juego. Salvo que, por supuesto, nadie inventa nada, porque siempre hay algunos malditos
antecesores que han inventado muchísimas cosas antes que nosotros.
Entonces tenemos en Don Quijote un doble carácter. Realidad y sueño. Pero al mismo
tiempo Cervantes sabía que la realidad estaba hecha de la misma materia que los sueños. Es
lo que debe haber sentido. Todos los hombres lo sienten en algún momento de su vida. Pero
él se divirtió recordándonos que aquello que tomamos como pura realidad era también un
sueño. Y así todo el libro es una suerte de sueño. Y al final sentimos que, después de todo,
también nosotros podemos ser un sueño.
Y hay otro hecho que me gustaría recordarles: cuando Cervantes habló de La Mancha,
cuando habló de los caminos polvorientos, de las posadas de España a principios del siglo XVII,
pensaba en ellas como cosas aburridas, como cosas muy ordinarias. Algo muy semejante sen-
tía Sinclair Lewis al hablar de Main Street, y cosas así. Y sin embargo ahora palabras como La
Mancha tienen una significación romántica porque Cervantes se burló de ellas.
Universidad Autónoma de Chiapas