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toma contra algunos «modernistas». Y lo que ocurre con Carlos Argentino es otro ejemplo
del pasmo admirativo y obnubilatorio que él suscitaba en todos. Nadie se atrevía a reírse, ni
siquiera cuando él trataba de hacer reír.
Esto me recuerda el efecto que suscitaba en el público una película humorística de Bu-
ñuel, Ese oscuro objeto del deseo, con situaciones desopilantes que —nuevas para el público—
lo dejaban como de piedra, preguntándose si debía reírse o no. La risa sólo estallaba, como
un alivio, no como un placer, ante un gag tan gastado como el balde de agua fría que tiran a la
cabeza de la heroína, o cuando el protagonista va a la cama con la misma actriz y se encuentra
con que tiene puesta una faja en forma de armadura inexpugnable.
La gente ríe cuando sabe de antemano que tiene que reírse. Y Borges no da la orden para
reírse de Carlos Argentino.
Recordamos el argumento de El Aleph. Está escrito en primera persona, como El Zahír,
lo cual le da un carácter más personal que el de otros relatos. Se inicia con el autor, que pasea
por Constitución y ve los avisos renovados en las carteleras de la estación. Esa mañana ha
muerto Beatriz Viterbo, la mujer amada, y el hecho de que los avisos hayan cambiado en las
carteleras es el primer indicio del alejamiento que ha de crear el tiempo entre él y Beatriz.
También ella ha sido amada por el grotesco poeta Carlos Argentino Daneri, su primo, quien
va contando a Borges, a través de los años que siguen a la muerte de Beatriz (porque Borges
sigue fiel al recuerdo de ella y conmemora los aniversarios de su muerte), que está escribien-
do un poema que abarcará todas las cosas.
Un día Daneri le dice que van a echar abajo la casa del barrio de Constitución donde Bea-
triz había vivido y que, al hacerlo, destruirán un objeto que hay en el sótano —el aleph— en
el cual se pueden ver todos los objetos del mundo. En una inusitada prueba de confianza, tal
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