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Hasta aquí (sin otra omisión que unos vagos sonetos circunstanciales para el hospitalario,
o ávido, álbum de madame Henri Bachelier) la obra visible de Menard, en su orden cronoló-
gico. Paso ahora a la otra: la subterránea, la interminablemente heroica, la impar. También, ¡ay
de las posibilidades del hombre!, la inconclusa. Esa obra, tal vez la más significativa de nuestro
tiempo, consta de los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte del Don Quijo-
te y de un fragmento del capítulo veintidós. Yo sé que tal afirmación parece un dislate; justificar
ese “dislate” es el objeto primordial de esta nota.[2]
Dos textos de valor desigual inspiraron la empresa. Uno es aquel fragmento filológico de
Novalis — el que lleva el número 2005 en la edición de Dresden — que esboza el tema de la
total identificación con un autor determinado. Otro es uno de esos libros parasitarios que si-
túan a Cristo en un bulevar, a Hamlet en la Cannebiére o a don Quijote en Wall Street. Como
todo hombre de buen gusto, Menard abominaba de esos carnavales inútiles, sólo aptos decía
para ocasionar el plebeyo placer del anacronismo o (lo que es peor) para embelesarnos con
la idea primaria de que todas las épocas son iguales o de que son distintas. Más interesante,
aunque de ejecución contradictoria y superficial, le parecía el famoso propósito de Daudet:
conjugar en una figura, que es Tartarín, al Ingenioso Hidalgo y a su escudero... Quienes han
insinuado que Menard dedicó su vida a escribir un Quijote contemporáneo, calumnian su clara
memoria.
No quería componer otro Quijote —lo cual es fácil— sino el Quijote. Inútil agregar que
no encaró nunca una transcripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. Su admira-
ble ambición era producir unas páginas que coincidieran palabra por palabra y línea por línea
con las de Miguel de Cervantes.
Universidad Autónoma de Chiapas