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sofisterías! Madame Bachelier ha visto en ellas una admirable y típica subordinación del autor a
la psicología del héroe; otros (nada perspicazmente) una transcripción del Quijote; la baronesa
de Bacourt, la influencia de Nietzsche. A esa tercera interpretación (que juzgo irrefutable) no
sé si me atreveré a añadir una cuarta, que condice muy bien con la casi divina modestia de
Pierre Menard: su hábito resignado o irónico de propagar ideas que eran el estricto reverso
de las preferidas por él. (Rememoremos otra vez su diatriba contra Paul Valéry en la efímera
hoja superrealista de Jacques Reboul.) El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente
idénticos, pero el segundo es casi infinitamente más rico. (Más ambiguo, dirán sus detractores;
pero la ambigüedad es una riqueza.)
Es una revelación cotejar el Don Quijote de Menard con el de Cervantes. Éste, por ejem-
plo, escribió (Don Quijote, primera parte, noveno capítulo):
... la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo
de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.
Redactada en el siglo diecisiete, redactada por el “ingenio lego” Cervantes, esa enumera-
ción es un mero elogio retórico de la historia. Menard, en cambio, escribe:
... la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo
de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.
La historia, madre de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de Wi-
lliam James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como su origen. La
verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió. Las cláusulas
finales —ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir— son descaradamente
pragmáticas.
Universidad Autónoma de Chiapas