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el capítulo xxvi —no ensayado nunca por él— reconocí el estilo de nuestro amigo y como su
voz en esta frase excepcional: las ninfas de los ríos, la dolorosa y húmida Eco. Esa conjunción
eficaz de un adjetivo moral y otro físico me trajo a la memoria un verso de Shakespeare, que
discutimos una tarde:
Where a malignant and a turbanedTurk...
¿Por qué precisamente el Quijote? dirá nuestro lector. Esa preferencia, en un español, no hu-
biera sido inexplicable; pero sin duda lo es en un simbolista de Nîmes, devoto esencialmente
de Poe, que engendró a Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Valéry, que
engendró a Edmond Teste. La carta precitada ilumina el punto. “El Quijote”, aclara Menard,
“me interesa profundamente, pero no me parece ¿cómo lo diré? inevitable. No puedo imagi-
nar el universo sin la interjección de Edgar Allan Poe:
Ah, bear in mind this garden was enchanted!
o sin el “Bateau ivre” o el Ancient Mariner, pero me sé capaz de imaginarlo sin el Quijote.
(Hablo, naturalmente, de mi capacidad personal, no de la resonancia histórica de las obras.)
El Quijote es un libro contingente, el Quijote es innecesario. Puedo premeditar su escritura,
puedo escribirlo, sin incurrir en una tautología. A los doce o trece años lo leí, tal vez íntegra-
mente. Después, he releído con atención algunos capítulos, aquellos que no intentaré por
ahora. He cursado asimismo los entremeses, las comedias, la Galatea, las Novelas ejemplares,
los trabajos sin duda laboriosos de Persiles y Segismunda y el Viaje del Parnaso... Mi recuerdo
general del Quijote, simplificado por el olvido y la indiferencia, puede muy bien equivaler a la
imprecisa imagen anterior de un libro no escrito. Postulada esa imagen (que nadie en buena
ley me puede negar) es indiscutible que mi problema es harto más difícil que el de Cervantes.
Universidad Autónoma de Chiapas