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JOSÉ MARTÍNEZ TORRES • ANTONIO DURÁN RUIZ 95
También es vívido el contraste de los estilos. El estilo arcaizante de Menard —extranjero
al fin— adolece de alguna afectación. No así el del precursor, que maneja con desenfado el
español corriente de su época.
No hay ejercicio intelectual que no sea finalmente inútil. Una doctrina es al principio
una descripción verosímil del universo; giran los años y es un mero capítulo —cuando no un
párrafo o un nombre— de la historia de la filosofía. En la literatura, esa caducidad es aún más
notoria. El Quijote —me dijo Menard— fue ante todo un libro agradable; ahora es una oca-
sión de brindis patriótico, de soberbia gramatical, de obscenas ediciones de lujo. La gloria es
una incomprensión y quizá la peor.
Nada tienen de nuevo esas comprobaciones nihilistas; lo singular es la decisión que de
ellas derivó Pierre Menard. Resolvió adelantarse a la vanidad que aguarda todas las fatigas del
hombre; acometió una empresa complejísima y de antemano fútil. Dedicó sus escrúpulos y
vigilias a repetir en un idioma ajeno un libro preexistente. Multiplicó los borradores; corrigió
tenazmente y desgarró miles de páginas manuscritas.[3] No permitió que fueran examinadas
por nadie y cuidó que no le sobrevivieran. En vano he procurado reconstruirlas.
He reflexionado que es lícito ver en el Quijote “final” una especie de palimpsesto, en el
que deben traslucirse los rastros —tenues pero no indescifrables— de la “previa” escritura de
nuestro amigo. Desgraciadamente, sólo un segundo Pierre Menard, invirtiendo el trabajo del
anterior, podría exhumar y resucitar esas Troyas...
“Pensar, analizar, inventar (me escribió también) no son actos anómalos, son la normal
respiración de la inteligencia. Glorificar el ocasional cumplimiento de esa función, atesorar an-
tiguos y ajenos pensamientos, recordar con incrédulo estupor que el doctor universalis pensó,
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